¿Has notado que los tomates más jugosos del supermercado se convierten en una masa informe después de solo un par de días?
Es como si hubieran conspirado para echarse a perder justo cuando estás planeando agregarlos a una ensalada o un sándwich.
Pero la culpa no la tienen los fabricantes, sino un detalle invisible al que casi nadie presta atención.

Resulta que después de la cosecha, los tomates continúan “respirando” a través del lugar donde está unido el tallo. Este orificio se convierte en el punto de entrada de bacterias y oxígeno, lo que inicia el proceso de fermentación.
Cuanto más tiempo permanece un tomate en el estante, más activamente se destruye su estructura.
Pero hay una forma de burlar a la naturaleza: si quitas con cuidado el tallo, sellas la hendidura resultante con cinta de papel y le das la vuelta al tomate, el proceso de descomposición se ralentizará significativamente.
La cinta de papel crea una barrera al oxígeno y la posición invertida evita que la humedad se acumule en la zona vulnerable.
En estas condiciones, la pulpa permanece densa y el azúcar natural no se transforma en ácido.
Para obtener mejores resultados, es importante no lavar los tomates antes de almacenarlos: las gotas de agua aceleran la putrefacción.
Y recuerda: el frigorífico es la peor opción para guardar cosas. A temperaturas inferiores a +12°C los tomates pierden su aroma y se vuelven “algodonosos”.
El lugar ideal es un rincón fresco de la cocina (por ejemplo, un armario con ventilación) o una despensa.
Si hace calor en la habitación, puedes envolver los tomates en papel pergamino: absorberá el exceso de humedad, pero no bloqueará por completo el suministro de aire.
Por cierto, la cinta de papel se puede sustituir por un trozo de servilleta de cera: tiene propiedades antibacterianas.
Lo principal es no utilizar bolsas de plástico: crean un efecto invernadero y los tomates se “asfixian”.