Les dices que guarden los juguetes y ellos siguen jugando. Pídales que se pongan un sombrero y lo “olvidan” en su bolsillo.
Parece como si hubiera un muro invisible entre tus palabras y sus acciones. ¿Pero qué pasa si el problema no es la desobediencia sino cómo nos comunicamos?
Los niños son maestros en leer lo que queda detrás de escena: las entonaciones, los gestos, incluso nuestra tensión interna. Y a menudo son estas señales sutiles las que se convierten en la respuesta principal a la pregunta de por qué las solicitudes simples se convierten en disputas interminables.

Imaginemos que un niño es un receptor de radio sintonizado con la frecuencia de las emociones. Cuando dices "está bien" con los dientes apretados, él no escucha las palabras sino el temblor de tu voz y ve la tensión en tus hombros. Los niños copian instintivamente lo que sienten, no lo que se les dice.
Si la mamá está estresada por el trabajo y el papá está inmerso en su teléfono, es poco probable que el bebé esté tranquilo, incluso si se le pide diez veces que “se calle”. Son como espejos: reflejan la atmósfera que crean los adultos. Y esto no es manipulación, sino biología: el cerebro del niño está programado para sobrevivir, y para ello es necesario estar en contacto con las emociones de la “manada”.
Tomemos un ejemplo clásico: un padre te exige que dejes de gritar, mientras tú mismo alzas la voz. Para un niño, esto es una contradicción. Él ve que gritar es una forma aceptable de conseguir lo que quiere, porque los adultos lo usan. En un momento así, las palabras pierden su poder.
Es mucho más efectivo sentarse a su altura, hacer una pausa y susurrar: “Encontremos una solución tranquila”. Suena a magia, pero funciona: la calma inesperada cambia la atención y crea espacio para el diálogo.
Otro secreto es el lenguaje corporal. Cuando le pides a tu hijo que te ayude en la cocina mientras estás de espaldas a él, él lo interpreta como “no me importa si participas o no”. Pero si giras la cara, sonríes y extiendes la cuchara, la acción se convierte en un juego.
Los niños viven en un mundo de imágenes táctiles y visuales. Una solicitud respaldada por una acción (“Muéstrame cómo puedes apilar cubos”) es más comprensible para ellos que instrucciones abstractas. Aprenden a través del movimiento, no de conferencias.
Los padres a menudo se quejan: “¡Lo hace por despecho!” Pero los niños casi nunca actúan por deseo de hacer daño. Sus cerebros aún no son capaces de realizar cálculos complejos. Si un niño derrama jugo en un sofá nuevo, no se está vengando por la prohibición de ver dibujos animados, simplemente está fascinado por el experimento: "¿Qué pasará si presionas el vaso así?"
El castigo en tal situación sólo enseña a ocultar los errores y no a comprender las consecuencias. Prueba a decir en lugar de “eres malo”: “Mira, el sofá ahora está mojado. "Vamos a descubrir juntos cómo solucionar esto". De esta manera, cambiarás el foco del individuo a la acción y el niño recordará el algoritmo, no el sentimiento de vergüenza.
El sueño es otra clave del comportamiento. Un bebé cansado es como un teléfono con la batería muerta: no es “malo”, simplemente no funciona. Las rabietas antes de acostarse, el rechazo a comer o la agresividad suelen estar asociadas a una sobrecarga del sistema nervioso. Pero en lugar de insistir en un “momento de tranquilidad”, pruebe con rituales.
Por ejemplo, una hora antes de acostarse, encienda luces tenues, lea un libro o dibuje: las acciones monótonas ralentizan el ritmo y dan al cerebro una señal: es hora de descansar. Curiosamente, los niños que eligen qué pijama usar o qué juguete llevar a la cama están más dispuestos a aceptar las reglas. Es importante que se sientan en control, incluso en las cosas pequeñas.
La comida es una historia aparte. Las peleas por un plato de sopa no surgen por cuestiones de mala salud. Los niños evitan instintivamente las cosas nuevas: es un antiguo mecanismo de defensa. Al obligar a alguien a comer “al menos una cucharada”, aumentamos la resistencia. Una alternativa es el principio de la “mesa familiar”.
Coloque un plato con verduras picadas, queso y fruta en el centro y que cada uno tome lo que quiera. Un niño, al ver que los adultos comen con apetito, tarde o temprano se interesará. Aunque hoy sólo coma pepinos, mañana probará zanahorias. Lo principal es quitarle presión y darle tiempo.
Los juguetes esparcidos por todo el apartamento no son un signo de pereza. Para los niños, el caos a menudo significa creatividad: un fuerte de almohadas, un garaje para coches, un “laboratorio” hecho con utensilios de cocina. Quitarlos es destruir su mundo.
Para evitar conflictos, unamos fuerzas: “¡Salvemos los coches del monstruo de polvo!” o "¿Quién recogerá las partes rojas más rápido?" El juego es su lenguaje nativo y a través de él están dispuestos a cooperar.
Las palabras “bien hecho” parecen útiles, pero son como la comida rápida: producen un efecto rápido, pero no te enseñan a evaluarte a ti mismo. Cuando un niño escucha “¡eres un genio!” Después de cada pequeña cosa, comienza a depender de los elogios. Intente reemplazarlo con la observación: “¡Tú mismo te ataste los cordones!” “Veo que lo intentaste” o “Hoy coloreaste mejor que ayer”. Esto ayuda a desarrollar la motivación interna y a notar el propio progreso.
El miedo es un compañero frecuente de los padres. “¿Y si se cae?”, “¿Y si no entra al colegio?” Pero la ansiedad, como las microondas, se infiltra en las relaciones sin que ni siquiera te des cuenta. Los niños sienten cuando están siendo observados con tensión y eso les asusta. Permítete soltar el control a veces.
Si tu hijo se sube a un tobogán que crees que es demasiado alto, no le grites "¡ten cuidado!". - Ponte junto a ellos y diles: "Estoy aquí si necesitas ayuda". Esto les enseña a confiar en sí mismos y a saber que el apoyo está cerca.
Por último, los niños no nos escuchan cuando nosotros no los escuchamos. Interrumpir el juego, ignorar preguntas o decir cosas como “cuéntame después” crea una barrera.
Intenta pasar al menos 10 minutos al día en su territorio: siéntate en el suelo, construye una torre, escucha una historia interminable sobre dinosaurios. Estos momentos demuestran que su mundo es importante para ti. Y cuando los niños se sienten escuchados, comienzan a escuchar a los demás.
Empieza poco a poco. Esta noche, en lugar de decirle "es hora de dormir", acuéstate a su lado y pregúntale: "¿Qué soñaste anoche?". A veces, una conversación de este tipo cambia más de cien órdenes.