Hay personas cuyos monólogos se parecen a un tsunami: es imposible detenerlos y la única forma de escapar es huir.
Pero correr no siempre es conveniente, especialmente si la persona con la que estás hablando es un colega, un pariente o un vecino.
Los psicólogos recomiendan empezar con señales sutiles. Por ejemplo, aléjate un poco o empieza a mirar tu reloj. A menudo esto es suficiente para dejar claro que el tiempo del diálogo ha terminado.

Si las sugerencias no funcionan, es hora de tomar la iniciativa.
Las preguntas breves y específicas ayudan a redirigir el flujo de palabras hacia una dirección constructiva. “Estás hablando de un proyecto: ¿cuál es la etapa más difícil?” o "Mencionaste unas vacaciones: ¿a dónde definitivamente no vale la pena ir?"
De esta manera, tu interlocutor sentirá que le prestas atención y la conversación adquirirá más significado.
A veces la honestidad sin dureza salva. La frase “Lo siento, tengo cosas que terminar hoy” suena más suave que un irritado “¡Ya basta!”. Es importante mantener un tono tranquilo, incluso si por dentro estás hirviendo de impaciencia.
Los expertos advierten: la locuacidad puede ser un signo de soledad.
En lugar de intentar cortar el diálogo, vale la pena ofrecer una alternativa. "Discutámoslo tomando un té después del trabajo" o "Enviéme un mensaje de voz. Te responderé por la noche". Crea límites sin ofender a la persona.
Pero hay casos en que sólo una atención educada puede salvar la situación. Si la otra persona no responde a las sugerencias y peticiones, puedes remitirla a una llamada urgente o a un asunto urgente. Lo principal es no convertir la marcha en un drama.
La ironía es que las personas más habladoras rara vez se dan cuenta de cómo su discurso consume el tiempo de los demás.
La tarea no es reeducar al parlanchín, sino proteger sus recursos.
A veces basta con sonreír, respirar profundamente y dejar que las palabras fluyan como la lluvia de otoño fuera de la ventana.